sábado, 26 de octubre de 2013

En tributo a ... Joaquín Rubio Aguilar, mi padre, siempre me enseñaba algo

Joaquín Rubio Aguilar no es otro que mi padre. Él es el responsable de que me guste el monte y es el que me ha enseñado que hay que cuidarlo.
Mi pueblo es Casas Bajas, un pueblo muy pequeño del Rincón de Ademuz, el cual está rodeado por monte; un monte que me he recorrido yo incontables veces con mi padre, bien yendo a cazar, a coger almendras u olivas, a labrar los campos, a limpiar los manzanos,... Y él siempre me enseñaba algo: el nombre de un árbol, de un arbusto o de una planta, alguna característica del lugar donde habíamos ido ese día, lugares naturales emblemáticos (o que a él le parecían emblemáticos, ya que sólo conocían esos lugares gente del pueblo, y no todos), sendas perdidas entre la maleza por donde antiguamente pasaban con caballerías para ir a trabajar el campo,…
Pues con todo esto, mi padre ha hecho me que guste el monte y que esté estudiando ahora 1º de Gestión Forestal.
Seguramente mi padre no habrá realizado ninguna acción importante a nivel nacional ni local, pero él me ha enseñado a valorar y admirar la naturaleza.

Nunca se me olvidará una anécdota que viví con mi padre, cuando él todavía era cazador. Se me llevaba de vez en cuando a cazar cuando no se iba muy lejos de casa (ya que a él le gustaba irse andando con nuestros perros dando vueltas por el monte y yo era pequeño; tendría 6 o 7 años).

Una vez que me fui con él, cuando ya llevábamos un rato caminando siguiendo un bando de perdices, pasamos por unas tablas perdidas de oliveras, y al pasar por un reguero (zanjas hechas para que el agua corra por ahí cuando llueve mucho), mi padre se abalanzó hacia el reguero. Yo pasé miedo porque oía a un animal hacer ruido; mi padre me dijo que fuera y me acerqué. Allí vi a mi padre con la rodilla encima de un corzo pequeño, y agarrándole de un cuerno para que no se fuera. El corzo se había quedado quieto en la reguera esperando a que pasáramos y no nos diéramos cuenta. Al poco rato el corzo se tranquilizó y mi padre le soltó la cabeza y empezó a acariciarle el cuello. Me dijo que me acercara por detrás de él e hiciera lo mismo. Estuvimos un buen rato acariciando y mirando el corzo, mi padre me señalaba cada detalle y me explicaba la diferencia entre un corzo y un cervatillo.
Estos somos mi padre y yo en unas de nuestras rutas por el monte, en una caseta donde antiguamente, se refugiaba la gente cuando estaban trabajando y llegaba una tormenta

Al cabo de un rato, mi padre me dijo que me apartara y yo me retiré unos metro detrás de él; soltó al corzo y se levantó, y nunca se me olvidará como el corzo, tranquilo, se levantó y se fue al trote, como si nosotros no estuviéramos allí.

Esta es la experiencia más bonita que he tenido hasta hoy.
Joaquín Rubio Fernández

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